Desde el comienzo de la Revolución Industrial hasta la actualidad, la especie humana ha sido capaz de alterar de manera significativa el funcionamiento de la biosfera, es decir de la porción del planeta en la que se desarrolla la vida. Si imaginamos la biosfera como un sistema hidráulico de colosales dimensiones, el ser humano no sólo ha modificado la sección de muchas de las tuberías de este sistema, con la consiguiente variación del caudal de materia que circula por ellas, sino que también ha creado nuevas conducciones que ahora conectan piezas del sistema antaño aisladas. Entre el conjunto de alteraciones causadas por la acción humana, la más relevante y preocupante es, con seguridad, la generación de un nuevo conducto que conecta el componente terrestre de la biosfera con la atmósfera. En sólo 150 años, el ser humano ha conseguido trasvasar desde la tierra hacia la atmósfera unos 120000 millones de toneladas de carbono. Este carbono que se encontraba en el sistema terrestre en forma de carbono orgánico ha sido y está siendo inyectado en la atmósfera en forma de gas dióxido de carbono (CO2) como consecuencia de la quema masiva de combustibles fósiles, principalmente carbón y petróleo, y de la deforestación. Este mismo año, unas 7000 millones de toneladas de carbono en forma de CO2 entrarán en la atmósfera terrestre a través de esta vía. Vía que, tengamos presente, no existía cuando nacieron los bisabuelos de buena parte de nuestros lectores.
Parte del CO2 que ha ingresado en la atmósfera se ha acumulado en ella y en consecuencia, su concentración atmosférica ha experimentado un importante incremento en las últimas décadas. El gas CO2 muestra una considerable capacidad para absorber la radiación infrarroja que abandona nuestro planeta. Por lo tanto, el incremento de la concentración de este gas en la atmósfera tiene como resultado que parte de la radiación infrarroja que en el pasado abandonaba la atmósfera tras ser reflejada por la tierra, ahora queda retenida en ella. Explicado de forma simple, este es el denominado “efecto invernadero”, responsable a su vez del aumento de temperatura de las capas bajas de la atmósfera terrestre, incremento que se cifra en aproximadamente 0.8 grados centígrados en los últimos 140 años. Este proceso de calentamiento atmosférico proseguirá a lo largo del presente siglo e incluso las predicciones más favorables pronostican que en el año 2100 la temperatura de la atmósfera será unos 2° C superior a la actual.
El efecto que sobre el océano ejerce la entrada de CO2 generado por la acción humana es doble. Por un lado, parte de este CO2 ha penetrado en el interior del mar, en la actualidad aproximadamente 2000 millones de toneladas de carbono cada año. Esto explica que la concentración de CO2 en el océano haya experimentado un importante incremento en las últimas décadas y, como resultado, las propiedades químicas del océano se están viendo modificadas: el océano es cada vez más ácido. Estas alteraciones químicas, unidas al calentamiento de las aguas superficiales, ejercen un efecto profundo sobre algunas de las comunidades biológicas que habitan nuestro planeta, en concreto sobre los organismos que producen esqueletos de carbonato de calcio como es el caso de los arrecifes de coral. Los arrecifes de coral se encuentran en la actualidad en clara regresión y se espera que para el año 2100 su capacidad para producir sus esqueletos calcáreos sufra una reducción de entre un 10 y un 30 %.
Por otra parte, el calentamiento de la atmósfera ha causado un incremento de la temperatura del océano que, aunque variable según la región geográfica, se ha cuantificado en nuestras costas en unos 0.4º C por década. El calentamiento de las capas superiores del océano, unido a la cada vez más importante entrada en éste de agua dulce como consecuencia de la progresiva y acusada reducción de la masa de hielo que se detecta en el hemisferio norte, provocan la disminución de la densidad de las capas de agua superficiales. Si observamos una imagen tomada desde el espacio de la distribución de la cantidad de organismos fotosintéticos que habitan en la superficie del océano, un indicador de su productividad, encontramos que gran parte de su extensión se asemeja a los desiertos terrestres. La productividad biológica depende en última instancia de la existencia en el mismo espacio y al mismo tiempo de los dos componentes esenciales de los que depende: energía lumínica y nutrientes. Sin embargo, en el océano, estos dos componentes rara vez coexisten. Así por ejemplo, en nuestras costas en la época de verano, las primeras decenas de metros del mar se encuentran bien iluminadas pero los nutrientes se encuentran a mayor profundidad y, en consecuencia, su productividad es reducida. Por lo tanto, aquellos lugares en los que por acción de los vientos o de las corrientes marinas ascienda agua profunda rica en nutrientes a las bien iluminadas capas superficiales serán, en general, productivos. Sin embargo, este ascenso de aguas profundas se ve tanto más limitado cuando mayor es la diferencia de densidad entre las capas de agua superficiales y aquellas situadas a mayor profundidad. Consecuentemente, podríamos plantear la hipótesis, de que en importantes extensiones del océano, la entrada de agua profunda a la superficie, y el consiguiente enriquecimiento en nutrientes de la capa iluminada, puede verse reducida como resultado de la disminución de densidad causada por el calentamiento del agua superficial y por los aportes de agua dulce ligados al deshielo. Esta hipótesis no está comprobada pero, de verificarse, resultaría en una reducción de la productividad del océano, en un océano más azul.
Nos encontramos pues inmersos en una fase de la historia de nuestro planeta que no resiste comparación con etapa anterior alguna. Una única especie, la humana, ha conseguido alterar las condiciones del planeta que habita. Buena parte de las consecuencias de estas alteraciones son difícilmente predecibles. Pero de lo que caben pocas dudas actualmente es de que los cambios ambientales en curso presentan una escala global, son de extraordinaria magnitud y supondrán cambios profundos en las abundancias y distribución geográfica de muchas especies. Además, estos cambios ambientales se mantendrán, e incluso intensificarán, en las próximas décadas. Hemos generado una biosfera en estado de cambio ambiental acelerado y sobre el cual nuestra capacidad de acción es reducida. Incluso iniciativas tan loables como el bien conocido Protocolo de Kyoto para la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero es de muy limitado efecto en el escenario que en este artículo se dibuja. Confiemos en que no hayamos ido demasiado lejos, que no sea ya demasiado tarde.